Rincón literario

 

 

 

 

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 La tempestad de nieve (Alexander Pushkin)

 

 

Nos vamos a la Rusia de principios del XIX, con el que muchos denominan padre de la literatura rusa moderna, Alexander Pushkin (1799-1837). Joven idealista, defensor de libertades valiente y romántico. Murió batiéndose en duelo defendiendo el honor de su esposa de malintencionadas y absurdas maledicencias. Quizás podría haber pensado que la solución está muchas veces a la vuelta de la esquina, mas sencilla y menos dramática de lo que nos da por pensar.

Os invito en este espacio de "meditatione" a intentar buscar soluciones sin tener en cuenta las "peliculas" que nos montamos ni la autocompasión, siendo valientes y cristalinos las tendremos mucho mas cerca, como el Joven Burmín descubre en "La tempestad de  Nieve":

 

 

(...)Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, bajo un sauce, con un libro en las manos y vestida de blanco, como una verdadera heroína de novela. Tras las primeras preguntas María Gavrílovna dejó adrede de sostener la conversación, ahondando de este modo el embarazo mutuo y del cual tal vez sólo se podría salir con una repentina y decisiva declaración de amor. Y así sucedió: Burmín, sintiendo lo difícil de su situación, le dijo que hacía tiempo que buscaba el momento para abrirle su corazón y le rogó un minuto de su atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó la mirada en señal de asentimiento.

 

La amo-dijo Burmín- la quiero con pasión... María Gavrílovna enrojeció y dejó caer aún más la cabeza. He sido un imprudente al entregarme a una dulce costumbre, al hábito de verla y escucharla cada día... María Gavrílovna recordó la primera carta de St.-Preux. Ahora ya es tarde para luchar contra mi destino; el recuerdo de usted, su imagen querida e incomparable será a partir de ahora un tormento y una dicha para mi existencia; pero aún me queda un duro deber, descubrirle un horrible secreto y levantar así entre nosotros un insalvable abismo...

Éste siempre ha existido -lo interrumpió vivamente María Gavrílovna-. Nunca hubiera podido ser su esposa...

Lo sé -le dijo él en voz baja-. Sé que en un tiempo usted amó, pero la muerte y tres años de dolor...

¡Mi buena, mi querida María Gavrílovna! No intente privarme de mi único consuelo, de la idea de que usted hubiera aceptado hacer mi felicidad si... Calle, por Dios se lo ruego, calle. Me está usted torturando. Sí, lo sé, siento que usted hubiera sido mía, pero... soy la criatura más desgraciada del mundo... ¡estoy casado!

María Gavrílovna lo miró con asombro.

¡Estoy casado -prosiguió Burmín-; hace más de tres años que lo estoy y no sé quién es mi mujer, ni dónde está, ni si la volveré a ver algún día!

Pero ¿qué dice? -exclamó María Gavrílovna-. ¡Qué extraño! Siga, luego le contaré... pero siga, hágame el favor.

A principios de 1812-contó Burmín-, me dirigía a toda prisa a Vilna, donde se encontraba nuestro regimiento. Al llegar ya entrada la noche a una estación de postas, mandé enganchar cuanto antes los caballos, cuando de pronto se levantó una terrible ventisca, y el jefe de postas y los cocheros me aconsejaron esperar. Les hice caso, pero un inexplicable desasosiego se apoderó de mí; parecía como si alguien no parara de empujarme. Mientras tanto la tempestad no amainaba, no pude aguantar más y mandé enganchar de nuevo y me puse en camino en medio de la tormenta. Al cochero se le ocurrió seguir el río, lo que debía acortarnos el viaje en tres verstas. Las orillas estaban cubiertas de nieve: el cochero pasó de largo el lugar donde debíamos retomar el camino, y de este modo nos encontramos en un paraje desconocido. La tormenta no amainaba; vi una lucecita y mandé que nos dirigiéramos hacia ella. Llegamos a una aldea: en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba abierta, tras la valla se veían varios trineos: por el atrio iba y venía gente.

«¡Aquí! ¡Aquí!», gritaron varias voces. «Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?-me dijo alguien-. La novia está desmayada, el pope no sabe qué hacer; ya nos disponíamos a irnos. Entra rápido.»

Salté en silencio del trineo y entré en la iglesia débilmente iluminada con dos o tres velas. La joven se sentaba en un banco, en un rincón oscuro de la iglesia; otra muchacha le fregaba las sienes. «Gracias a Dios -dijo ésta-, al fin ha llegado usted. Casi nos consume usted a la señorita.» Un viejo sacerdote se me acercó para preguntarme: «¿Podemos comenzar?» «Empiece, empiece, padre», le dije distraído.
Pusieron en pie a la señorita. No me pareció fea... Una ligereza incomprensible, imperdonable, sí... Me coloqué a su lado ante el altar: el sacerdote tenía prisa: los tres hombres y la doncella sostenían a la novia y no se ocupaban más que de ella. Nos desposaron. «Bésense», nos dijeron. Mi esposa dirigió hacia mí su pálido rostro. Yo quise darle un beso... Ella gritó: «¡Ah, no es él! ¡no es él!», y cayó sin sentido. Los padrinos me dirigieron sus espantadas miradas. Yo me di la vuelta, salí de la iglesia sin encontrar obstáculo alguno, me lancé hacia la kibitka y grité: «¡En marcha!»-¡Dios mío! -exclamó María Gavrílovna-. ¿Y no sabe usted qué pasó con su pobre esposa?

No lo sé -dijo Burmín-, no sé cómo se llama la aldea en que me casé, no recuerdo de qué estación de postas había salido. Por entonces le di tan poca importancia a mi criminal travesura, que, al dejar atrás la iglesia, me dormí y desperté al día siguiente por la mañana, ya en la tercera estación de postas. Mi sirviente, que entonces viajaba conmigo, murió durante la campaña, de manera que ahora no tengo ni la esperanza siquiera de encontrar a la mujer a la que gasté una broma tan cruel y que ahora tan cruelmente se ha vengado de mí.

¡Dios mío, Dios mío! -dijo María Gavrílovna agarrándole la mano-. ¡De modo que era usted! ¿Y no me reconoce?

Burmín palideció... y se arrojó a sus pies.

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