Rincón literario

 

 

 

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La Sombra del Viento (Carlos Ruiz Zafón)

 

Carlos Ruiz Zafón (1964), trabajó en el mundo de la publicidad hasta que se fue a EE.UU. donde se dedicó al guión cinematográfico y arrancó su carrera literaria en literatura juvenil. Su primera novela para adultos, "La Sombra del Viento", se publicó en 2001, tras haber sido finalista del Premio Fernando Lara de Novela 2000. y fue imponiéndose paulatinamente para convertirse al fin en un fenómeno insólito de lectura en España, con más de un millón de ejemplares vendidos; un éxito que se repite en Alemania, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Italia... hasta un total de cincuenta países.

La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX,

desde los últimos esplendores del Modernismo hasta las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento

mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres, pero es, sobre todo,

una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo.

La Sombra del Viento (fragmento)

 

  —Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.
  —¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
  —Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas —insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática

que probablemente había tomado prestada de algún tomo de Alejandro Dumas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al portal.
Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que
la ciudad se

desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos

camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul. Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La

claridad del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a

rozar el suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el

tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado de un palacio,

o un museo de ecos y sombras.

   —Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo

puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás.

A nadie.
   Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su

mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
   —Buenos días, Isaac. Este es mi hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá once
años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya

tiene edad de conocer este lugar.
   El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo
cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos
poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de

aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía

bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y

estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. El me sonrió, guiñándome el ojo.
   —Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.

Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas

se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de

libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de

alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada,

me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias.
   —Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene
alma. El alma de

quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia

de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte.

Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad.

Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?


Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi
padre sonrió.

Esta semana elegimos un relato moderno, de uno de esos libros de los que a muchos nos gusta leer en vacaciones. Éste rincón literario, esta página en realidad, está basada en cómo lo que otros escribieron cobra vida en nuestra existencia, nos influye, nos alumbra y en ocasiones también nos lastima y perjudica. En este fragmento se habla tambien de un momento especial entre un padre y un hijo, como tantos otros que hemos disfrutado en periodos vacacionales como el que unos aún disfrutan mientras que otros añoran o planean. Todo lo que se escribe para que alguien lo lea, aunque sea el propio autor, con alguna intención de expresar una idea, un sentimiento, belleza, alegría, sufrimiento... merece mi respeto y admiración. Este fragmento expresa de manera muy bella lo que es el alma de los libros. Sólo hay que saber elegir qué lecturas nos hacen bien y disfrutar de ellas, encontrar los momentos para disfrutar de nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos... y seguir intentando ser felices, aunque sea en vacaciones.

 
 

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