Rincón literario

 

 

 

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El Retrato (Alfonso Daniel M. Rodriguez Castelao)

 

Hoy traemos a uno de los gallegos mas universales: Alfonso Daniel M. RODRÍGUEZ CASTELAO destacó no sólo por su obra literaria sino también por la pictórica y las caricaturas. Gran crítico social de principios del siglo pasado, nació en Rianxo y murió exiliado en Buenos Aires (Argentina). Castelao fue un intelectual muy comprometido políticamente y reflejó como nadie la amargura de la emigración forzada, véase resumido en uno de sus dibujos de la serie "Nos"

 

 En Galicia no se pide nada, se emigra;

 

quizás deberíamos recordar aquellos momentos ahora que somos receptores de inmigración. En su retrato (la versión en gallego la tienes en: http://www.galespa.com.ar/castelao_oretrato.htm) Castelao que además era médico, describe una situación dramática de manera muy poética y "Gallega".Nos habla de

que nada es lo que parece, ni lo que vemos, ni lo que lo creemos, sobre nuestras necesidades o sobre las que los demás tienen a nuestro respecto, nos viene a decir también que la memoria es selectiva, que uno se agarra

siempre a lo mejor que tiene, que lo positivo prevalece ¿mecanismo de defensa?  ¿re-decoración de

recuerdos? realmente no lo se, sólo se que todo es subjetivo y sorprendentemente acertamos cuando somos

auténticos, cuando nos saltamos lo establecido en pos de algo bello, que es más bonito todo si nos lo

proponemos... en cualquier caso, el relato es delicioso, cada uno de nosotros sacará sus propias conclusiones

al leer, nuestra única pretensión es compartirlo y si se puede: que os haga algún bien. 

 
 

EL RETRATO

 

Para tranquilizar la conciencia eché mi título de médico en el fondo de la gaveta y busqué otro tipo de

trabajo para vivir. Las gentes ya no sabían que yo era dueño de tan terrible licencia oficial; pero una noche

fueron solicitados mis servicios. Era domingo. Melchor, el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio

las «buenas noches» y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían las palabras tan estrujadas, que

solamente logró decirme que tenía un hijo a punto de morir.
El pobre padre tiraba de mí, y yo me dejaba llevar, cautivado por su dolor. ¡En realidad, yo era médico

titulado y no podía negarme! Y tuve tan fuertes ansias de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una

gran ciencia...
Cuando llegamos a la casa de Melchor, conseguí desprenderme de sus manos, y con disimulada pena le

confesé que sabía poco de la carrera...
-Piensa que hace muchos años que no visito enfermos.
Y entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me dijo pausadamente:
-Mi hijo ya no necesita médicos. Yo ya sé que el pobre no sale de esta noche. ¡Y se me va, señor; se me

va y no tengo ningún retrato suyo!

¡Ay!, yo no había sido llamado como médico, yo había sido llamado como retratista, y al instante sentí ganas

amargas de echarme a reír.

Y por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una fotografía era

mejor que un dibujo, le aseguré que por la noche pueden hacerse

fotografías, y echando mano de muchos razonamientos logré que Melchor

se apartase de mí en busca de un fotógrafo.
La cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas enredadas en

la cabeza.
Cuando estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta. Era Melchor.
-¡Los fotógrafos dicen que no tienen magnesio!
Y me lo dijo temblando de angustia. La cara muy pálida y los ojos como

dos pezones de carne roja de tanto llorar.
Jamás vi un hombre tan deshecho por el dolor.
Suplicaba, suplicaba, y me cogía las manos, y tiraba de mí, y el

desdichado decía cosas que me abrían las entrañas:
-Tenga consideración, señor. Dos trazos de usted en un papel y ya

podré mirar siempre la carita de mi niño. ¡No me deje en la oscuridad,

señor!
¡Quién tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con

Melchor dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo.
Todo estaba en calma y todo estaba silencioso. Una luz mortecina

alumbraba, en amarillo, dos caras estremecedoras que olfateaban la

muerte. El niño era el centro de aquella pobreza de la materia.

Sin decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan mis ojos de tierra, y

solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que presenciaba y aun olvidarlo un

poco, para poder trabajar, entusiasmado, como un artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz

de Melchor, agrandada por tanto silencio, me hirió con estas palabras:
-Por el alma de sus difuntos, no me lo retrate así. ¡No le ponga esa cara tan cadavérica y tan triste!
Confieso que al volver a la realidad no supe qué hacer y me puse a repasar las líneas ya trazadas del retrato.

El silencio fue roto nuevamente por Melchor:
-Usted bien sabe cómo era mi niño. Haga memoria, señor, y dibújemelo riendo.
De repente surgió en mí una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un nuevo papel blanco y

dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo.
Entregué el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que lloraban dentro de la

casa. La muerte había llegado.
Ahora Melchor se consuela mirando mi obra, que está colgada encima de la cómoda, y siempre dice con la

mejor fe del mundo:
-He tenido muchos hijos, pero el más bonito de todos fue el que se me murió. Ahí está el retrato, que no

miente.

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